Internet y la democracia del futuro
“Los dos errores clásicos que se cometen al predecir el futuro de un cambio tecnológico son sobrestimar su impacto a corto plazo y subestimar su impacto a largo plazo”. La frase es del danés Jakob Nielsen, uno de los principales teóricos sobre Internet. No es una cita reciente. La escribió en 1997, en un profético artículo donde dejaba entrever parte del crash.com que vino después. “Han inflado la Web de tal manera que la gente sobrestima lo que puede hacer en los próximos uno o dos años: la mayor parte de las páginas web no van a generar beneficios en un futuro cercano. Pero, por favor, no infravaloren lo que pasará cuando consigamos que todo y todos estén conectados”.
En algún otro garaje está hoy naciendo otra web, como Facebook, Google o Twitter, que pronto será tan cotidiana como el agua caliente y volverá a cambiar el mundo
Jakob Nielsen acertó. La web fracasó como negocio a corto plazo pero después arrasó. Tras la burbuja .com, que explotó en 2001, llegaron negocios solventes y rentables, que demostraron que Internet no sólo vendía humo. Cuando Nielsen escribió aquel artículo, en 1997, a Google aún le faltaba un año para nacer. Facebook debutó en febrero de 2004. YouTube, en febrero de 2005. Twitter, en julio de 2006. Y probablemente en algún otro garaje está hoy naciendo otra tecnología, o negocio de la web, que pronto será tan cotidiana como el agua caliente y que hará que las previsiones de futuro se queden cortas una vez más.
Pero no es sólo una cuestión de negocios. La importancia de Internet trasciende a lo económico: no sólo cambia la manera de hacer dinero –casi de cualquier sector– sino la propia estructura social. Es casi inevitable: la comunicación es la base sobre la que se construye cualquier estructura social. Todos los avances en las tecnologías de la comunicación han traído, a largo plazo, cambios profundísimos en la manera de organizarnos en sociedad, aunque esas revoluciones nunca llegan de un día para otro. Aquella prensa de uvas con la que el herrero Johannes Gutenberg creó su imprenta de tipos móviles apenas se notó durante décadas. En los primeros años, su invento sólo supuso un cambio notable para los monjes en los monasterios, que pudieron multiplicar la Biblia con mayor facilidad. A corto plazo, nada se movió; pero en el largo plazo, absolutamente todo cambió.
Gracias a la imprenta llegó el cisma protestante de Lutero, y después la Ilustración, y más tarde la Revolución Francesa, y la industrial. La democracia también es una bisnieta de Gutenberg. Sin imprenta, tampoco habría existido la moderna religión del libro: el comunismo, creado por El Capital de Karl Marx. Y sin otras nuevas tecnologías de la comunicación que llegaron después –la radio y la televisión–, difícilmente habríamos dado el salto de las viejas democracias censitarias a las actuales democracias representativas.
Existe una relación directa entre la capacidad de comunicación entre los ciudadanos y el poder que los gobernantes pueden ejercer sobre ellos: cuanta más intercomunicada está la sociedad y más libertad de expresión, más democracia. Sólo se puede controlar una nación si se controla la información, y por eso cualquier mejora en las tecnologías de la comunicación provoca, a largo plazo, un sistema de gobierno mejor.
¿Se acaba con la democracia representativa la historia de la organización ciudadana? ¿Es votar cada cuatro años el máximo nivel de soberanía que el pueblo puede alcanzar? Por supuesto que no. ¿Qué vendrá después? Está por ver. Hace unos meses, un blog (El Teléfono verde) ironizaba con esa posible nueva democracia directa, basada en la Red. “El País, 30 de Mayo de 2030: Leire Pajín se convierte en la segunda mujer al frente del Gobierno de España, tras superar su grupo en Facebook al del ya presidente en funciones Alejandro Agag”.
Más allá de la broma, hay algo evidente. La democracia y su sistema de voto es la respuesta con la tecnología del siglo XIX a la pregunta, ¿qué quiere el pueblo? Es la solución analógica: pongamos una urna en cada plaza y que cada persona introduzca un papelito dentro con su voto. Con las herramientas de hace tres siglos, plantearse que todo el mundo votase era todo un reto técnico; ni siquiera estaba claro cuánta gente podía votar, los censos de población empezaron a ser exactos hace relativamente poco tiempo.
Existe una relación directa entre la comunicación entre los ciudadanos y el poder que los gobernantes pueden ejercer sobre ellos: cuanta más intercomunicada está la sociedad, más democracia
Internet y las redes sociales ya están cambiando las estructuras sociales sin esperar a que esas tecnologías del voto instantáneo, que hoy sirven para lo pequeño y para lo grande, para ligar y para la revolución, sustituyan a las solemnes urnas. No se puede caer en el tecnodeterminismo, y pensar que por el simple hecho de que existan esas herramientas la sociedad inmediatamente va a cambiar. Pero cualquier proyección que hoy hagamos sobre cómo serán las democracias del siglo XXI se quedará pronto tan corta como el sueño más exagerado que Gutenberg podía imaginar para ese futuro que él mismo alumbró. Las revueltas del Norte de África o Wikileaks no son el gran impacto de la Red sobre la sociedad, sino sólo los primeros balbuceos de algo mucho más transcendente que aún está por llegar.