Recuperar la credibilidad de los reguladores
España no solo sufre una profunda crisis económica sino también una institucional y esto es lo que explica que nuestra situación sea más grave que la de los países de nuestro entorno. Por esta razón resulta fundamental encontrar un nuevo marco legislativo que subsane las carencias actuales y, sobre todo, permita a los reguladores recuperar el prestigio perdido por la excesiva politización de sus órganos rectores. Se trata de dotar a las empresas de una seguridad jurídica imprescindible para impulsar un nuevo ciclo inversor y poner coto a los abusos de poder que se han puesto de manifiesto con motivo de la gran crisis.
El Banco de España había concitado gran credibilidad y respeto que se ha dilapidado con la desmutualización de las cajas y la gestión de la crisis financiera
Una buena parte de esta situación se debe a los errores cometidos durante los años de la Transición. Uno de ellos, y no el más pequeño precisamente, ha sido la erosión que ha sufrido la credibilidad de los principales reguladores del mercado como el Banco de España, la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), la Comisión Nacional de la Competencia (CNC), la Comisión Nacional de la Energía (CNE) o la Comisión para el Mercado de las Telecomunicaciones (CMT).
Empezando por el primero: el Banco de España (BdE) está profundamente cuestionado por su papel durante la recesión y la forma en que ha conducido la desmutualización de las cajas de ahorros. Llueve sobre mojado. Al inicio de la etapa democrática el regulador financiero concitó un enorme consenso político, académico y social gracias a su actuación en la crisis financiera de los setenta que se saldó con la caída de 52 bancos que representaban el 5% del PIB. Se enfrentó con éxito con la quiebra de entidades del calado de Banca Catalana, el grupo bancario de Rumasa, y años después del Banesto que presidía Mario Conde. Esto le granjeó una enorme autoridad desde el punto de vista moral, académico y técnico. Sin embargo, la publicación el 12 de febrero de 1992 del caso Ibercorp en el que se vio implicado el gobernador Mariano Rubio constituyó el mayor escándalo financiero y político del último cuarto de siglo. Aquello dañó fuertemente un prestigio que en parte consiguió restituir su sucesor Luis Ángel Rojo, quien continuó el trabajo realizado por Rubio implantando las provisiones anticíclicas –contra la opinión del sector–, lo que evitó que la banca española se viera arrastrada por la Gran Recesión como la mayor parte de las grandes entidades occidentales.
Pero le sucedió un hombre con menos predicamento como Jaime Caruana que puso las bases para una burbuja inmobiliaria que acabó convirtiéndose en burbuja financiera. Es cierto que desde el BdE se advirtió por activa y por pasiva que el precio de las viviendas estaba un 30% sobrevalorado. Pero no lo es menos que el entonces vicepresidente de Gobierno, Rodrigo Rato, impidió cualquier iniciativa dirigida a moderar las concesiones de créditos hipotecarios ya que eso supondría frenar el crecimiento económico y la creación de empleo y el regulador obedeció.
Pero el tiro de gracia al prestigio de la autoridad monetaria se lo pegó José Luis Rodríguez Zapatero cuando designó a Miguel Ángel Fernández Ordóñez sucesor de Caruana. El nombramiento rompió el consenso implícito que hasta entonces había existido entre el Gobierno y la oposición de no designar a nadie procedente de la política. La ruptura de esa regla no escrita creó un grave precedente. La situación se agravó cuando en mayo de 2006 los inspectores entregaron al vicepresidente del Gobierno Pedro Solbes una carta advirtiéndole del alto “nivel de riesgo acumulado en el sistema financiero español como consecuencia de la anómala situación del mercado inmobiliario”. La administración socialista tampoco hizo caso, a pesar de que había realizado la misma advertencia desde la oposición, por idénticas razones partidistas. El estallido de la burbuja inmobiliaria se llevó por delante buena parte del prestigio que aún conservaba y la gestión de la crisis financiera hizo el resto.
El cúmulo de despropósitos realizado por unos y por otros ha convertido los reguladores en campo de batalla político, es imprescindible que recuperen su independencia y sean controlados por el Parlamento
Algo similar ha ocurrido en la CNMV. Su presidenta Pilar Valiente y su segundo Luis Ramallo se vieron implicados en uno de los mayores escándalos que afectó al gobierno de José María Aznar, el “caso Gescartera”. Las acusaciones de “insider trading” fueron permanentes y colocaron al regulador en el disparadero. Pero lo peor estaba por venir con el gobierno Zapatero, cuando el presidente de la CNMV Manuel Conthe denunció a su vicepresidente Carlos Arenillas por recibir órdenes de la Oficina Económica de La Moncloa para facilitar la OPA de Acciona y ENEL sobre Endesa entorpeciendo la de EON.
Este cúmulo de despropósitos, cometidos por unos y por otros, ha afectado a todos los reguladores, que han sido campo de batallas partidistas que irremediablemente hay que subsanar. Para ello sería fundamental que todos ellos fuesen autónomos e independientes del poder ejecutivo y dependan directamente del Parlamento como desde hace décadas pide la OCDE y se llegó a consensuar en los noventa.