Política y empresa: los lenguajes del poder
Para entender la antigüedad de la imbricación entre la política (el poder social público) y la actividad financiero-empresarial (el poder social privado) hay que remitirse a la gran obra “Carlos V y sus banqueros” del eximio catedrático Ramón Carande, que en tres volúmenes no superados en cuanto a documentación y rigor narrativo, relata las convulsas vinculaciones del Emperador con sus prestamistas. Fue en el siglo XVI, con la financiación de las grandes gestas de Carlos I de España y V de Alemania, cuando surgió el embrión de un sistema financiero paneuropeo del que derivaron algunas consecuencias que han llegado a nuestros días.
La política se vinculó a valores ideológicos alejados de la eficiencia y la actividad empresarial y financiera a criterios de pragmatismo y eficacia
Con este antecedente histórico, que fue sofisticándose hasta que en el siglo XIX nacieron las haciendas para suministrar a los Estados recursos públicos, sería erróneo suponer que el político y el empresarial son lenguajes diferentes. Por contrario, ambos son dialectos de un idioma troncal que consiste en lo que Gregorio Marañón denominó en su biografía del Conde Duque de Olivares, la “pasión de mandar”. Pero la legitimación del poder político por los sistemas democráticos inorgánicos estableció con el constitucionalismo moderno la preeminencia de la política sobre el mercado a través del sometimiento de éste a la regulación que sucumbió en la década de los años ochenta del siglo pasado.
Las opiniones públicas azotadas por la crisis se preguntan acerca de qué instancias son las que gobiernan, si las electas plasmadas en Ejecutivos sometidos a control parlamentario, o los mercados, como concepto indeterminado y poliédrico (empresas, sistemas financieros, fondos). La sospecha de que entidades como el gran banco Goldman Sachs sean una instancia más decisora que los propios gobiernos, se ha hecho algo más que verosímil. Entre otras razones porque hay una literatura propia de la depresión que alienta estas versiones acerca de la opacidad de los poderes reales. El libro del periodista francés Marc Roche (“El Banco. Cómo Goldman Sachs dirige el mundo”) es, seguramente, un relato hiperbólico, pero hay datos incontestables: buena parte de su éxito consiste, no sólo en su magnífico knowhow y un reclutamiento de personal milimetrado, sino también en su capacidad para incrustarse en las estructuras del poder político.
De GS han salido personajes de la entidad de Henry Paulson, secretario del Tesoro de los Estados Unidos con el presidente Bush, Robert Rubin que lo fue con Clinton, y nada menos que Sidney Weinberg que desempeñó esa responsabilidad en la época del New Deal del presidente Roosevelt. De GS procede también el recién nombrado presidente del Banco Central Europeo, el italiano, Mario Draghi, y tantos otros prescriptores político-financieros y empresariales que trabajaron en la entidad cuyo máximo responsable Lloyd Blankfein dice que hace “el trabajo de dios”.
No obstante, la modernidad, primero, y la contemporaneidad, después, ha ido imponiendo la separación actual que alcanzó en los años ochenta la máxima expresión de autonomía –la política por un lado, la empresa, por otro– en coherencia con la doctrina del liberalismo radical que aplicaron tanto el presidente de USA, Ronald Reagan, como la primera ministra británica, Margaret Thatcher, y según la cual, la economía y las transformaciones sociales debían dinamizarse y proceder de la iniciativa privada. Ese corpus ideológico se materializó en la desregulación que, según un amplio consenso científico, está en el origen de la actual recesión, que eclosionó con la quiebra, en septiembre de 2008, del gigante Lehman Brothers, pero que enarbolaron, en buena medida, políticos procedentes del entramado empresarial y financiero anglosajón. En ese contexto, el Estado-empresario se consideró una auténtica blasfemia. La desregulación llevó a la privatización de las llamadas compañías públicas (energéticas y financieras), política que en España se produjo a finales del siglo pasado y principios del actual, saneando las cuentas públicas hasta el punto de permitir a nuestro país una entrada triunfal en la eurozona.
El trasvase desde la política a la empresa para reorientar esa nueva relación en esta época de regulación ya se está produciendo. Dos ex presidentes del Gobierno español prestan sus servicios a Compañías multinacionales
Durante estas décadas, los lenguajes políticos y empresariales se bifurcaron hasta llegar a la incomprensión. La política se vinculó a valores ideológicos alejados de la eficiencia y la actividad empresarial y financiera a criterios de pragmatismo y eficacia. Una de las peores consecuencias de esa disonancia en los códigos de comunicación entre los dos ámbitos resultó ser que el talento se decantó por el territorio mercantil y la política se pobló progresivamente de mediocridad. Consecuencia que ahora vivimos en su máxima expresión, de tal modo que, en España, pero no sólo en España, las clases dirigentes se encuentran desprestigiadas ante opiniones públicas que les requieren para que embriden la autonomía, a veces arbitraria, de sistemas empresariales y financieros que han terminado por causar la penosa situación actual.
De nuevo emerge la regulación y con ella una reformulada vecindad entre poder público y sistema empresarial. Las grandes áreas intervenidas o en proceso de serlo con normativas de fuerte control son la energética, la financiera y la aseguradora. Va a existir más número de empresas reguladas –en su funcionamiento interno y de buen gobierno, en las retribuciones de sus directivos, en la obtención de sus ingresos mediante el sistema de tarifa autorizada, en las reglas de la competencia– y van adquirir mayor protagonismo los organismos reguladores, que tenderán a ser más técnicos y, consecuentemente, más independientes. Además, las Compañías como tales –y como resultado de la experiencia de la actual recesión– serán sometidas a responsabilidades cada vez más estrictas, como en España ha ocurrido con la implantación de la criminal de las personas jurídicas.
Las grandes áreas intervenidas o en proceso de serlo con normativas de fuerte control son la energética, la financiera y la aseguradora. Habrá más empresas reguladas y más organismos reguladores
El tránsito entre las Administraciones Públicas y las empresas va a producirse por nuevos caminos que deben contar con guías eficaces y traductores versátiles. El trasvase desde la política a la empresa para reorientar esa nueva relación en esta época de regulación ya se está produciendo. En España, dos ex presidentes del Gobierno –González y Aznar– prestan sus servicios a grandes Compañías multinacionales; vicepresidentes que fueron, ministros en su momento, secretarios de Estado y otros cargos públicos se han encaramado en posiciones determinantes en el ámbito empresarial como preludio de una nueva etapa en las complejas relaciones entre el poder político y el económico. En rigor, no estamos ante una gran novedad, pero sí ante un revival debidamente adaptado, ante un pulso en el que la política quiere recuperar el terreno que le han arrebatado las fuerzas del mercado. Se trata de una convulsión sistémica, general, global porque alude a la subordinación del poder democrático sobre el fáctico (aunque no sea en modo alguno ilegítimo) en la conciencia colectiva de los ciudadanos reclama una pauta irrenunciable: la subordinación al dictado político democrático.
Esta y no otra es la gran cuestión. Si la desregulación es la causa del mal causado de la recesión –tesis de marchamo filosófico escolástico–, regulemos de nuevo para encauzar energías y establecer jerarquías. Política y empresa hablan el mismo lenguaje –el del poder–pero será una interlocución jerarquizada. Y esa conversación es para expertos.