Estado y mercado: reflexiones tras la “Gran Recesión”
La profunda crisis económica que vivimos, iniciada en 2007 y aún inconclusa, y las reacciones a la crisis de los gobiernos, gravemente erróneas en muchos casos, y con consecuencias aún por calibrar en la Europa del euro, obligan a reflexionar sobre en qué ha fallado el Estado y en qué ha fallado el mercado para que esta crisis haya tenido lugar.
Enchufando las “luces largas”, la crisis ofrece también una oportunidad irrepetible para debatir sobre lo que debe ser una relación saludable entre Estado y mercado en el futuro, a fin de evitar repetir los errores que nos han llevado hasta aquí y de sentar las bases de sociedades del bienestar sostenibles.
La crisis ofrece una oportunidad irrepetible para debatir sobre lo que debe ser una relación saludable entre Estado y mercado en el futuro
A estas alturas de la “Gran Recesión”, existe un consenso razonablemente amplio que concluye que en esta crisis coexisten graves fallos del Estado y graves fallos de importantes agentes que participan en el mercado.
En el fondo, la crisis actual responde a factores no muy distintos de los que provocaron crisis anteriores, como la Gran Depresión de los años treinta:
• Un exceso de creación de liquidez y, por tanto, de crédito, un error atribuible a los Estados –los bancos centrales son empresas públicas que operan en régimen de monopolio–.
• Una negligente actuación supervisora por parte de los Estados a través de sus policías bancarias y de los mercados de valores.
• Una regulación deficiente a cargo de los legisladores –de nuevo, por tanto un error de los Estados–.
• Gravísimos errores y comportamientos temerarios de agentes que participan en el mercado –banqueros, aseguradores, ejecutivos de bancos, empresas de inversión, y entidades aseguradoras–, algo distinto a un fallo “del mercado” propiamente dicho.
Es en ese marco conceptual en el que cabe fundamentar el debate sobre las nuevas políticas preventivas de crisis como la que ahora sufrimos: políticas monetarias mucho más prudentes; políticas de supervisión prudencial mucho más sólidas; mejor regulación (la inflación reguladora de todos estos años sólo ha servido para deteriorar la calidad de las normas) y reglas claras que hagan recaer personalmente sobre los banqueros y ejecutivos las consecuencias de sus decisiones, en lugar de sobre el conjunto de los contribuyentes.
Con un análisis más de fondo, conviene volver a los principios y recordar los fundamentos de la acción del Estado y las virtudes del mercado. Los liberales somos firmes defensores del Estado y del mercado, teniendo claro cuál debe ser el papel de cada uno.
Cuando el Estado deja de hacer bien aquello para lo que está llamado, y que puede y debe hacer bien –buenas leyes, reglas claras, seguridad jurídica, hacer cumplir la ley mediante una justicia rápida e independiente, policía, control e inspección–, porque, entre otras cosas, se dedica a intentar suplantar al mercado en aquello en lo que el mercado está especialmente capacitado para producir buenos resultados, se siembra el camino del desastre. Algunos han querido que el Estado haga de todo y, de esta forma, ha hecho mal aquello que sí tenía que hacer y también lo que no tendría que haber hecho.
Cuando el Estado deja de hacer bien aquello para lo que está llamado porque, entre otras cosas, se dedica a intentar suplantar al mercado, se siembra el camino del desastre
En otras palabras, el Estado, además de legislador, policía y juez, ha querido ser también empresario de la educación, de la sanidad, de los servicios sociales e, incluso, de forma indirecta, de la banca –véase el caso de las cajas de ahorros–, siendo mal empresario de todo esto y, de paso, dejando de hacer bien su oficio primigenio e imprescindible. Y así hemos acabado en esta “Gran Recesión”.
Por otro lado, cuando algunos agentes del mercado –el de los servicios financieros y aseguradores, entre otros– han dejado de hacer lo que debían –prestar con prudencia– o, en lugar de dedicarse a producir de forma eficiente bienes y servicios, se han dedicado a actividades genuinamente improductivas de búsqueda de rentas –en colaboración con el Estado–, el resultado ha sido nefasto.
Como dice el refrán: “Zapatero, a tus zapatos”. El Estado debe volver a dedicarse a lo que le es propio, y el mercado, a lo mismo.